El salvador de las madres

«No puedo permanecer en la situación actual, donde todo es oscuro, donde lo único categórico es el número de muertos». Carta de Ignacio Semmelweis a un amigo.

Una de las grandes historias con las que he tenido la suerte de toparme y que escribo a modo de esquema. El detective que dedica su vida a la búsqueda del asesino pero que termina descubriendo que el asesino es él mismo.

Queda poco magiar en el Budapest de estos primeros años decimonónicos en los que el germen de la libertad revolucionaria se resisitía a morir a pesar de los intentos de reaccionarios, tradicionalistas y defensores acérrimos de las monarquías más rancias y obsoletas. Por mucho que se pretendiera desde los poderes establecidos, la nueva era postnapoleónica se afianzaba en una  Europa calada hasta los huesos de ideas liberales sin las cuales no podrían comprenderse los tiempos venideros.

Ignacio nació en Budapest en 1818. Concretamente en Buda, que es como llamaban los húngaros a la orilla derecha del Danubio. A Ignacio le gustaba creer que el nombre de Buda guardaba relación con el hermano de Atila el huno, aquel guerrero que hiciera temblar a la mismísima Roma durante su época de prolongada decadencia. Sin embargo ya por aquel entonces los húngaros son vistos por los austríacos, con lo que guardan una relación más que estrecha, como ciudadanos de segunda. Ignacio curiosamente nace en un barrio repleto de población de origen alemán, de modo que habla el magiar y el alemán. De buena educación marchará a Viena a estudiar medicina tan pronto como quede desencantado de la carrera de Derecho.

Realmente Ignacio vive obsesionado con la cirugía y con el origen de la infección cirúrgica. La hemorragia, la infección y el dolor copan toda su atención.

Una vez en Viena tiene acceso a fuentes documentales hospitalarias que revelan que prácticamente una de cada tres mujeres parturientas perdía la vida aquel año de 1837. Uno de sus profesores y mentores afirma categóricamente durante una inspección que la mortalidad entre mujeres al dar a luz es de un 96%.

Ignacio logra finalmente acceder al Hospital de Maternidad de Viena. Han pasado años de estudio, de salvar vidas, de asir la vida batiendo a la naturaleza, pero a pesar de todo Ignacio se pregunta atormentado cómo es posible que la máxima expresión de la salubridad en un ser humano que es precisamente la concepción y el nacimiento de otro ser humano pueda ser motivo de tan alto porcentaje de mortalidad. La medicina norteamericana está en boga pero las escuelas clásicas europeas se niegan a conceder a aquellos nuevos métodos excesiva credebilidad.

En el hospital donde trabaja Ignacio, tanto él y sus compañeros trabajan en dos salas. En una practican medicina forense y en otra medicina maternal. Las fiebres puerperales son el mayor enemigo de las matronas y de los cirujanos; merman todos los esfuerzos inútiles de la ciencia. Durante una de esas interminables tardes de investigación después de miles de horas dedicadas a la búsqueda y hallazgo de una solución, Ignacio realiza la arriesgada prueba de llevar materia infecciosa de la sala de medicina forense a la sala de maternidad. Al contemplar que una de la mujeres languidece consumida por la fiebre, obliga a instalar un lavabo a la entrada de la sala de partos exigiendo a todo médico lavarse las manos con sal clourodada antes de entrar en quirófano. El resultado: la mortalidad desciende hasta el 12%.

El detective había hallado al asesino y resultaba ser él mismo. Los médicos realizaban investigaciones sobre cadáveres en la sala adjunta y sin ningún tipo de higiene asistían al mismo tiempo en maternidad transmitiendo infecciones durante el parto. Las manos son los vectores de transmisión del asesino. La mortalidad en maternidad caerá sucesivamente hasta el 0,23%.

Como desgraciadamente suele pasar en la historia de la ciencia, la comunidad científica da la espalda al descubrimiento de Ignacio y sus subversivos métodos hacen que sea expulsado del hospital en 1849. Un húngaro no puede decirle cómo se opera a un austríaco. Vuelve a Budapest y vive en la miseria mientras escribe en secreto un libro que titulará «De la Etiología: el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal».

Gracias a un amigo consigue recuperarse económicamente y años después, ya en 1854 consigue ser profesor de Maternidad en Pest haciendo desaparecer por completo la fiebre puerperal en las parturientas de su hospital.

Los años de investigación y la inversión intelectual hecha en gran parte a costa de los reveses sufridos en su vida personal hace que poco después su salud mengüe y comience a sufrir alucinaciones que irá alternando con períodos de lucidez. El rechazo de la comunidad científica internacional continúa a pesar de los resultados de su método. Todo esto hace que en el año 1865, con apenas 47 años y delante de sus alumnos, Ignacio abra un cadaver para hacer una inspección forense y utilice el mismo bisturí para provocarse una herida profunda. Tras tres semanas de fiebre, él mismo muere a casa de las fiebres. Años después Louis Pasteur confirmaría a Ignacio Felipe Semmelweis como una figura fundamental en su teoría microbiana.

Hoy, en el hospicio general de Viena del que fue expulsado se alza un pedestal con una efigie en el que puede leerse: Ignac Fulop Semmelweis. El salvador de las madres.

Ignaz Semmelweis

Ignaz Semmelweis

2 pensamientos en “El salvador de las madres

  1. Hermoso e interesante artículo. Los húngaros me han parecido siempre muy inteligentes. Al menos los pocos que yo conozco lo son.

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